sábado, 8 de enero de 2011

Vidas vacías, corazones vacuos… Maurice Duluc. Detective




Con la biografía desautorizada e inédita del detective Maurice Duluc, se abre una nueva sección en el blog “quemecuento”.”Vidas vacías, corazones vacuos” es un espacio que pretende rendir homenaje a todos aquellos seres excepcionales y únicos que jamás llegaron al sitio, o bien pasaron de largo sin ser vistos.

Comenzamos:

Hoy destacaré aspectos relevantes de la infancia del pequeño Maurice, con el fin de comprender las causas que le llevaron a ser el fabuloso detective que es hoy en día. Mejor dicho, las causas que le llevaron a ser el detective que es hoy en día. Lo siento de nuevo, las causas que le llevaron a ser el que es hoy en día.

Nació en 1960, en el seno de una familia acomodada, pues sus padres regentaban un negocio dedicado a la venta de colchones y sofás. Así pues, Maurice pasó sus primeros años muy acomodado, entre cojines y almohadas, desarrollando una tendencia a la pereza y la acidia que le acompañan de por vida.
Maurice fue un niño grande, muy muy grande. La genética jugó su papel, pero quien realmente potenció su amplitud dimensional fue Sophie Ledoux, vecina de los Duluc, y gran aficionada a la repostería casera. La señora Ledoux vivía sola y ocupaba su tiempo preparando crêpes para el pequeño (o ya no tanto) Maurice. Fueron unos años verdaderamente dulces, en el sentido literal del término, para él.
Esta primera etapa de su existencia transcurrió en el genuino barrio parisino de Le Marais, inmerso en el ambiente bohemio y liberal que frecuentaban su progenitores. No es de extrañar pues, que creciera soñando y anhelando convertirse de mayor en vedette del Folies Bergére, idea que desterró cuando en su mente recaló una nueva, la de ser pastor de focas.

Su vida adquirió un nuevo sentido el día del decimoprimer cumpleaños de su primo Eugène Honore Lafontaine, un niño huraño y solitario que acabaría trabajando como maître en un bistrot de la Rue de Rivolí llamado “Fourchette bleue”.
Maurice y Eugène eran primos y tenían aproximadamente la misma edad, pero se detestaban mutuamente. Mientras Maurice era bondadoso y cercano, Eugène padecía desde su más tierna infancia una fobia social que le impedía relacionarse con los demás. Por tal motivo, cuando ambos se veían obligados a pasar la tarde juntos por la obra y gracia de sus padres, ya sabían que juego debían practicar: el escondite. Era lo mejor para los dos. Eugène solía hallar escondrijos inaccesibles para el resto de niños. Lograba pasar horas aislado, escondido, sumergido en su mundo interior, alejado de la realidad, esa realidad que tanto odiaba, esperando no ser descubierto hasta que fuese hora de marcharse a casa. Para Maurice el alivio no era menor, ya que aprovechaba la ausencia de su primo para hacer una visita a la señora Ledoux y especialmente a sus amados crêpes.

Esa tarde Eugène se doctoró en cripto-escondrijología encubierta. Era su cumpleaños, su gran día, y lo quería compartir y celebrar con la única persona a la que podía tolerar, y a la que profesaba un verdadero amor sincero. A sí mismo. Para conseguir su propósito deambuló por las calles que rodean la Plaza de los Vosgos. Se adentró en la propia plaza y descubrió una trapa de alcantarilla abierta. No lo dudó dos veces. Se coló en la vieja, infecta y prolija red de saneamiento de París. Su osadía le salió cara. Muy cara.

Tras permanecer cuarenta y seis horas en paradero desconocido, cientos de efectivos de la gendarmería movilizados peinando la ciudad y unos padres al borde de la histeria, Eugène fue localizado por un par de operarios del servicio de mantenimiento de las cloacas. El niño no presentaba muy buen aspecto. Padecía síntomas evidentes de pulmonía, hipotermia, ansiedad, vértigos, mareos, cloacafobia, temblores, terrible pánico a la oscuridad, hedor nauseabundo, desnutrición, stress post-traumático, decoloración cutánea y alopecia androgénica prematura. Al salir al exterior se añadieron al elenco la fotofobia y la agorafobia. Cuando desaparecieron las secuelas físicas, como podréis imaginar, tuvo que ser ingresado en una clínica de salud mental, donde los responsables del centro se ocuparon, de buen grado, de potenciar aún más, si cabe, la mayoría de estas patologías psíquicas durante los apenas quince años que pasó internado en régimen de aislamiento provisional.

Maurice, por su parte, avergonzado, cabizbajo y sintiéndose en cierta medida responsable del trágico suceso acaecido, tomo una decisión que marcó el rumbo de su vida desde ese mismo instante. Abandonó la idea de trabajar como pastor de focas y abrazó la de convertirse en investigador, en detective. Un detective grandioso, uno que no permitiría jamás que a ningún niño le ocurriera lo mismo que a su primo Eugène. Ese iba a ser él, el Detective Duluc.



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